lunes, 17 de septiembre de 2012

Los que queremos construir


Hace tiempo que la sociedad argentina vive atravesada por sensaciones, que para nada resultan inéditas en nuestra historia, de divisiones que parecen irreconciliables, formas de pensar, de analizar la realidad, de interpretar procesos políticos. Muchos de estos quiebres se dan incluso entre amigos, entre familiares, personas que comparten un universo, un origen, una misma formación, y que sin embargo no parecen poder compartir un análisis del presente y un proyecto de futuro.

Una de las maneras en que se suele encasillar estas discusiones es pretender que unos y otros estamos a favor o en contra del gobierno. Y una serie de presunciones respecto de esta división establece que no hay otra que alinearse cual soldados detrás de visiones supuestamente extremas de la realidad, que no hay crítica posible tanto a una como a otra posición. Y todo esto en medio de una batalla cultural muy fuerte, en el medio de monopolios comunicacionales puestos en jaque por las leyes de la democracia, y un Estado que, por dar la pelea, apela a veces a los mismos vicios que combate en los monopolios que repudia.

Si tomamos la economía como punto de discusión, desde derecha se acusa al gobierno de limitar las libertades públicas y aislar el país; pero desde la izquierda se lo ataca por continuar el proyecto neoliberal y ser su garante. Claramente hay dos visiones que se contradicen entre sí. Y ambas a su vez chocan con un gobierno que afirma luchar en contra de las grandes corporaciones, en defensa de la generación de empleo y de la redistribución del ingreso.

No existe una forma “correcta” de definir esto, no hay manera de hacer una observación política sino es desde un punto de vista determinado. Y en la mayoría de los casos la interpretación que se haga (o la acción de gobierno que se tome) tendrá, como consecuencia, beneficiarios y perjudicados, tendrá felices y enojados. No existe la neutralidad absoluta, el famoso consenso que se le reclama al gobierno desde la oposición es una falsedad inalcanzable, esa idea según la cual existe un país posible en el que todos y todas seamos eternamente felices.

Lo que se vive en estos días es una muestra de este fenómeno, con sectores de la clase media acomodada que se quejan por cuestiones en las que se ven perjudicados, en las que inobjetablemente están en contra del gobierno. Queda para otro análisis el sentido de críticas como la de que “no hay libertad de expresión”, con una manifestación como la del jueves 13 de septiembre (no me atrevo a llamarla “cacerolazo”, no confundamos las cosas, cacerolazo es otra cosa). La demostración de quienes salieron a las calles a batir su vajilla fue transmitida en vivo por varios canales de TV y cubierta por todos los medios de comunicación del país. En la misma semana en la que una revista se atrevió a poner en tapa el ofensivo y repudiable dibujo de la presidenta teniendo un orgasmo, ¿cuál sería la limitación a la libertad de expresión?

Volviendo al comienzo del análisis, muchas veces nos encontramos en la encrucijada de estar a favor o en contra de algo, responder por sí o por no. Muchas personas admiten que están de acuerdo con algunas de las iniciativas de gobierno de los Kirchner, pero señalan su desacuerdo con otras. Esto los dejaría fuera de cualquier análisis, sin bando al que defender o con dos bandos a los que atacar, sin líderes, sin representación política. Un camino sin salida.

Para continuar este análisis, necesariamente debo admitir mi aprobación entusiasta de lo que está haciendo este gobierno, desde 2003 a la fecha. Y por lo tanto me siento parte de un colectivo, que cree en un proyecto y siente que lo que se hace tiene un sentido y un destino. Pero, de verdad, no siento que ese colectivo sea el de “los que están a favor del gobierno”, creo que esa forma de verlo es limitante y confusa para muchos que, como señalaba más arriba, reconocen virtudes de este proceso y mantienen sus críticas.

Hay un momento en el que no cabe otra cosa que demostrar el apoyo o el reproche, y eso es en las urnas. Pero para llegar a ese momento el gobierno, la ciudadanía, las corporaciones, los partidos políticos, las legislaturas, los medios de comunicación, los que militan, los que se movilizan, los que cortan una calle, los que pagan impuestos, los que prefieren evadirlos, los que se quejan, los que proponen, los que miran para otro lado, absolutamente todos hacemos cosas todos los días que construyen un sentido público que es dinámico, que fluye. Y de todo eso algo queda en la cabeza de cada uno los que, llegado el día, van a votar y deciden quién nos gobierna y con qué proyecto. Al fin y al cabo de eso se trata, así funcionan las cosas por acá, ahora que por fin nos pusimos de acuerdo en que funcione el sistema democrático.

Esta suma de acciones, que no pertenecen exclusivamente al gobierno, sino a toda la sociedad, son las que en definitiva construyen una fuerza política que pretenda influir, transformar, cambiar algo de lo que le parece que está mal. Y si no construyen nada, a veces intentan destruirla. Esa suma de acciones llevó, por ejemplo, a que en 1995 se pudiera reelegir a Menem en medio de un país empobrecido, lleno de desocupados, desindustrializado, endeudado, mayoritariamente olvidadizo del pasado. Opinión personal: entre otras cosas esto pasó porque el radicalismo aceptó reformar la Constitución a cambio de algunos senadores para la minoría; y porque muchos de los sectores que hoy se manifiestan en contra de las restricciones para importar o comprar dólares, estaban fascinados con la convertibilidad que permitía viajar barato al exterior, sin importar lo que por debajo se estaba destruyendo. A mi entender, ambas acciones (la de la UCR y la de esa clase media) fueron autodestructivas y clásicas de todo un siglo XX en el que la historia argentina repitió hasta el hartazgo un ciclo de construcciones y autodestrucciones de procesos políticos que terminaron en la crisis de 2001.

Estoy a favor porque estoy construyendo. No soy un soldado mesiánico de una causa: soy parte de una discusión. No me quejo desde afuera: pongo mi granito de arena para algo que, estoy convencido, sólo se construye si es colectivamente.

Las expresiones que surgen de la manifestación del 13 de septiembre evidencian un gran enojo con el gobierno pero también una gigantesca impotencia, que agiganta más su bronca y su resignación. “Devuelvan el país” es una de las consignas que más se oyeron y que más sorprenden, como si el país fuese efectivamente de alguien y este gobierno se lo hubiese usurpado. Peor aún, si estos que reclaman evidencian tener medios económicos, estudios, ingresos y posibilidades superiores a los del promedio de la población, con el detalle de que no se vio un solo pobre en las manifestaciones del jueves a la noche. A muchos les molesta la Asignación Universal por Hijo, a muchos los inquieta que los pobres tengan acceso a fondos para no ser indigentes, el jueves a la noche una mujer se expresaba en contra de “la procreación irresponsable”, si son pobres, que ni hijos tengan. Mucho egoísmo y mucha incomprensión de lo que se sufre cuando uno no tiene nada.

¿Se trata de pobres contra ricos, entonces? De ninguna manera, creo que se trata de quienes queremos construir contra los que quieren destruir. Sería muy bueno que quienes se expresan en contra del gobierno de Cristina pudieran construir una fuerza política que los represente, que tengan líderes, propuestas que expresen lo que piensan, lo que desean. En un marco democrático del que nadie quiere salir, esa tarea de construcción política es la única que efectivamente parece viable para generar cambios, transformar algo de lo que está.

Muchos de quienes se expresan en contra del gobierno lo hacen precisamente por lo que, para mí, son sus virtudes: la revalorización de la política y del rol del Estado en la economía, el rescate social de millones de indigentes, la perspectiva regional del bloque sudamericano, el estímulo de una economía nacional, la recuperación de los valores memoria-verdad-justicia, la defensa de los derechos humanos, la lucha por una pluralidad de voces, la integración de minorías, la apuesta a planes de largo plazo con un estímulo inédito a la educación y la investigación científica. Quienes estén en contra de estas medidas, a mí personalmente no me importan, creo que cada día tienen menos lugar en una sociedad que luego de tantas tragedias da algunas muestras de madurez.

Otras críticas señalan temas como la corrupción, la delincuencia, la desprotección de los recursos naturales, la falta de limitación a los negocios financieros, la unión estratégica con dirigentes territoriales y sindicales de dudosa reputación, la falta de regulación a grandes laboratorios, la ausencia de apoyo a comunidades aborígenes, la necesidad de redistribuir la tierra… en fin, las críticas que se hagan pueden ser variadas y cada una implicará una mirada política e ideológica. Nadie podrá desmentir que en todos y cada uno de los puntos hay grandes negocios y grandes poderes reales implicados; y que por lo tanto, si se avanza habrá nuevamente beneficiados y perjudicados, ganadores y perdedores.

La gran pregunta que pocos se atreven a responder es: ¿cómo, cuándo y con qué fuerzas políticas piensan que podrían atenderse estas cuestiones y atacar a los intereses involucrados? ¿Con qué proyectos, con qué dirigentes? Porque al cabo es a ellos a quienes hay que votar el día de las elecciones.

No tengo dudas que el lugar de apoyo a este gobierno es el de la construcción de un futuro mejor. O al revés: si quiero luchar por un país mejor no hay otro lugar más indicado que el de apoyar a este gobierno, es por este camino que se puede seguir construyendo la fuerza necesaria para afrontar esos y otros cambios. Entiendo a quienes no comparten esta mirada, pero los invito amablemente a construir seriamente una alternativa. Porque, de lo contrario seguirán gritando su descontento al viento, mientras la vida y la política pasan por otro lado.

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