domingo, 26 de diciembre de 2010

Sueños del Futuro Presente

Cuando todo está mal, cuando el pesimismo tiñe lo que vemos y no hay ventana por la que se cuele un rayo de sol, es natural derivar en la crítica y en el escepticismo. Por más empeño que pongamos en mejorar nuestra situación, si nada nos sale bien solemos encontrar culpas y responsabilidades afuera, en aquellos que regulan nuestras vidas, aquellos que nos dirigen, aquellos que nos mandan. En ese contexto, el estado de las cosas, el desastre, no es nuestra responsabilidad.


El post 2001 de la Argentina es el mejor reflejo de esta idea: al vaciamiento de las arcas del Estado y la fuga de capitales privados, la respuesta social fue unánime: “Que se vayan todos, no sirven para nada, nosotros los votamos, les delegamos la responsabilidad y ustedes nos traicionaron”.


Cómo cambia el punto de vista cuando las oportunidades se multiplican, cuando una rueda virtuosa se pone en marcha y empieza – lentamente, sin duda – a dar respuestas a algunos problemas. ¿Qué hacemos, celebramos lo hecho o nos quejamos por lo que resta? Nos descolocamos, perdemos la referencia, acostumbrados a señalar por décadas los mismos errores, nos corrieron el blanco de lugar y ahora no sabemos a quién tirarle la piedra que tenemos en la mano. ¿Y si apoyamos la piedra y pensamos un poco?


Vayamos a un ejemplo concreto: más allá de todos los enfoques posibles, es incuestionable que la economía crece sólidamente desde hace 8 años, lo que le permitió al Estado reducir su endeudamiento y afianzar sus políticas de alianzas territoriales autónomas de los centros económicos que rigieron nuestras finanzas desde siempre. Quedan otras deudas, por supuesto. Tenemos una economía todavía inmensamente inequitativa, con un sector capitalista que gana mucho a costa del bolsillo de los trabajadores y también de los recursos naturales. He aquí una de las paradojas: ¿valoramos que hay poco desempleo o criticamos que hay muchos pobres y poco cuidado de la ecología?


Muchos argentinos, expertos en levantar el dedo y señalar lo que le falta al otro, enseguida se preguntarían: “¿Cómo no ponerse del lado de los pobres y de la ecología?”. Y a partir de esta premisa – a mi modo de ver falsa – construyen un discurso que invalida todo lo que se hace.


El secreto pasa por no ver fotografías estáticas que recortan un instante a manera de diagnóstico, sino poder analizar todos los fotogramas que componen una película. El laburante que hoy es pobre hace una década era un desempleado. Tenemos que lograr que en 10 años esa persona siga trabajando y tenga además su casa; y que en 20 sus hijos estén entrando en la vida adulta con absoluta igualdad de oportunidades con sus congéneres. De la misma manera pasa con los recursos naturales: el productor agropecuario que hoy cambia la 4 x 4 todos los años, hace una década sólo tenía deudas; pero es necesario intervenir en la matriz del modelo sojero, que genera ganancias en efectivo y pérdidas en la riqueza del suelo. En 10 años tenemos que estar produciendo una gran diversidad de productos alimenticios, primarios y secundarios, con una mirada estratégica que vea más allá de la próxima cosecha; y en 20 años no debe quedar actividad en la Argentina que ponga en jaque la sustentabilidad de cualquier ecosistema, por lejano que esté de los centros de poder. Y todos debemos ser custodios de ello.


Estos ejemplos sirven para que todos nos podamos hacer preguntas sobre una infinidad de temas que derivan del presente que vivimos al país que soñamos, al lugar que deseamos para nuestro futuro. Hoy podemos decir que es posible proyectar y convertir algún que otro sueño en realidad. Hace 10 años no podíamos dormir.


Yo sueño con un país en el que nadie se muera de hambre ni de enfermedades prevenibles.


Sueño con un país en el que la salud y la educación pública vuelvan a ser una alternativa real, gratuita e igualitaria para todos los ciudadanos, no una condena para los pobres que no tienen otra alternativa.


Sueño con un país de puertas abiertas, con menos paranoias y más confianza. Sueño con una fuerza policial de la que algún día se pueda no sospechar.


Sueño con un país más federal, con múltiples oportunidades reales para que muchas familias deseen migrar internamente. Sueño con un país más comunicado, en el que haya mejores rutas, más ferrocarriles y no todo pase a través de Buenos Aires.


Sueño con un país en el que la igualdad de género sea una realidad, en el que cada quien pueda unirse con quien lo desee, en el que la mujer tenga igualdad de oportunidades en el seno de las familias, en los lugares de trabajo, en los puestos de poder.


Sueño con un país en el que no haya trata de personas y en el que vaya preso el que contrate a una prostituta. Sueño con que cada día haya menos violencia de género y menos mujeres sean golpeadas y asesinadas por sus parejas.


Sueño con un país en el que cualquier mujer, si lo desea, pueda interrumpir libremente su embarazo en un hospital público, aunque esto siga siendo un pecado para algunas religiones.


Sueño con un país más laico, en el que la Iglesia Católica reciba menos subsidios del Estado, intervenga menos en la educación y en la política. Sueño con que los sacerdotes puedan tener libremente pareja y que un día ya no haya más noticias acerca de curas pedófilos.


Sueño con un país que aproveche al máximo la diversidad de recursos naturales que el destino nos dio y lo haga de manera sustentable, sin avaricia y con inteligencia. Sueño con un país con menos minas a cielo abierto y más energía eólica.


Sueño con un país en el que los gobiernos nacionales, provinciales y municipales sean transparentes por definición y en los que robar sea una tarea tan complicada que no valga la pena intentarlo.


Sueño con un país que revalorice su historia, redescubra próceres como Rodolfo Walsh o Agustín Tosco y deje de lado a genocidas como Julio Roca y Pedro Aramburu hoy presentes en billetes, plazas, monumentos, calles y todo tipo de homenajes oficiales.

Sueño con un país que recupere tradiciones de nuestros pueblos originarios, les entregue las tierras que reclaman, los estimule a participar más activamente en la política. Sueño con una provincia indígena, por ejemplo, gobernada por comuneros, con representantes en el parlamento nacional.


Sueño con un país en el que el respeto por los derechos humanos sea una bandera del pasado, por todas y todos los que murieron en esa lucha; y también una bandera del presente, en el que haya respeto absoluto por todos los derechos de los habitantes del país.


Sueño con un país constructivo y no autodestructivo. Nuestra historia es la de permanentes autodestrucciones y aún hoy es una conducta que permanece y debemos aprender a domar.


Son todos sueños de un futuro que está presente, no son delirios alejados de la realidad, imaginados con ayuda de unas copas demás.


Hacer que un sueño sea realidad no tiene por qué depender de otro, de alguien alejado a quien sólo podemos reprochar o felicitar a la distancia.


La realidad es otra cosa, es cada día de nuestras vidas, cada persona que pasa a nuestro lado y nosotros estamos ahí para poder modificarla. Es cada chico que se muere de hambre, cada toba reprimido por reclamar que no lo echen de su tierra, cada mujer que muere en la paliza que le da su marido, cada adolescente que no puede rechazar la invitación de un policía a que robe para él, cada familia que deambula con sus pertenencias sin tener dónde dormir, cada barrio lleno de chicos enfermos porque no tienen agua ni cloacas, cada localidad vecina al campo en la que aumentan los casos de cáncer porque son rociadas con glifosato, cada persona que entrega retornos a un sindicalista para prestar un servicio en su obra social, cada automovilista que coimea a un policía para que no lo multe, cada legislador o cada funcionario que pone sus decisiones en venta al mejor postor.


¿Qué somos capaces de hacer cuando la realidad llama a nuestra puerta? ¿Qué sueños somos capaces de compartir?


El futuro está ahí para que lo hagamos presente. No olvidemos el pasado que también está y se resiste a quedar atrás.


Por un 2011 lleno de sueños que se hagan realidad.


lunes, 20 de diciembre de 2010

El Espacio Público

No es casual que casual que nuestro partido lleve por nombre el Encuentro, en un país que pasó por tantos desencuentros, tantas fragmentaciones, tantas experiencias que nos llevaron a la desconfianza, al desaliento y a la falta de esperanza en que vale la pena vivir acá, que tiene sentido trabajar, proyectar un futuro.

¿Y dónde ir al Encuentro de otras personas, dónde ir al Encuentro de otras ideas sino es en un espacio público, abierto, igualitario y democrático? En los 90 nos llenamos de espacios privados y San Isidro es fiel reflejo de una cultura que modificó por completo nuestra forma de vida. En pocos años vimos cómo la salud, la educación, los servicios públicos, los medios de transporte, todo pasaba a ser manejado como empresas privadas, sin tener en cuenta la función social que se cumplía, sin mirar si algunos pocos, o tal vez varios millones, quedaban afuera del círculo de privilegiados que podían pagar por mantener su calidad de vida.


Pero los servicios públicos no fueron lo único que se privatizó en los 90. El espacio público también se restringió y en vez de “barrios” empezó a haber “barrios privados”, con barreras y custodios; las plazas y los parques fueron descuidadas, o peor aún, fueron cercadas; muchos clubes cerraron, se demolieron, se convirtieron en proyectos inmobiliarios sólo aptos para pudientes; los centros comerciales de algunas localidades cayeron en desgracia frente a los shopping centres, con sus cines, patios de comidas y todo lo que supuestamente necesitábamos para ser felices y gastar los billetes convertibles a dólares que Cavallo nos imprimía.


Además, en el interior de nuestras casas, descubrimos a un compañero entrañable que se integró a todas las familias: el televisor, que a partir de la difusión del cable se esforzaba por ofrecernos cada día más opciones de entretenimiento. ¿Para qué hablar con el vecino si en la tele había 70 canales para ver? Fue el tiempo en el que todo el mundo salió a instalar rejas, cerraduras, puertas blindadas y garitas con vigilantes privados en las esquinas de muchos barrios.


Y con la privatización de los espacios públicos llegó, no casualmente en forma simultánea y también a través de la TV, un tema que se instaló de a poco y que nos empujó a meternos en nuestras casas: la llamada “inseguridad”, ¿les suena? Yendo un poco a la prehistoria de la inseguridad, tal vez una de las primeras inseguridades callejeras que se vivió en la Argentina fue durante la dictadura, cuando en operativos a cargo de paramilitares armados se llevaban gente, se robaban chicos y todo lo que se podían llegar a robar impunemente, a la vista de los vecinos. En todos los barrios hubo operativos y por miedo, de a poco, empezamos a meternos en casa, a desconfiar del vecino y a quedarnos en un lugar supuestamente seguro.


Claro que esa inseguridad que se vivía en las calles no se informaba en los medios de comunicación, oficialmente no vivíamos en peligro. El barrio anterior a la dictadura, el barrio de la infancia de quienes hoy tenemos más de 40 era precisamente ése en el que irrumpieron los operativos paramilitares. La calle todavía era nuestra. Los chicos andábamos con total libertad, se caminaba, se andaba en bicicleta, nuestros padres compraban en los negocios del barrio, no había hipermercados, había ferias ambulantes y negocios de todo tipo, conocíamos a cada vecino y a cada comerciante. Por la tarde los vecinos sacaban sus sillas a la vereda a tomar fresco y simplemente conversaban. No había qué temer, las madres sabían que si sus chicos estaban en la calle, aunque ellas no los vieran, siempre habría alguien mirando. Todos en general éramos los garantes de aquella seguridad y esa idea de comunidad que había fue uno de los primeros blancos que los militares salieron a destruir con el terrorismo de Estado.


Regresar el mundo hoy a ese momento previo a la dictadura es tan imposible como detener el tiempo. El miedo a estar en la calle quedó instalado como un fantasma, y para peor hoy no sólo hay 70 canales de TV, hoy tenemos a la computadora como una extraordinaria herramienta que nos abre una enorme ventana virtual, pero nos sigue dejando del lado de adentro de nuestras casas. Cambiar esto es complicado. Pero sí es interesante descubrir que, así como en otras cuestiones políticas hemos sabido desandar pasos equivocados y hoy el Estado, por ejemplo ha vuelto a ocupar un papel determinante en el manejo de políticas sociales, o en el control de la economía, de la misma manera como sociedad podemos revalorizar el espacio público, re-ocuparlo, y asumir que ahí está una de las claves de lo que se llama inseguridad.


Por supuesto que bajar los índices de criminalidad es más complejo que simplemente estar en la calle y mirar; además hay que trabajar para impedir el accionar de bandas de delincuentes y mejorar el funcionamiento de las fuerzas de seguridad, la policía, los jueces que muchas veces resultan ineficaces y otras terminan siendo cómplices de delitos. Pero ocupar el espacio público es fundamental para no dejarles la “zona liberada” a quienes aprovechan que estamos mirando la tele para hacer sus negocios.


Hoy el espacio público vuelve de a poco a estar en las prácticas de muchas argentinas y muchos argentinos que empiezan a tener la calle como un escenario más, a veces de mucho conflicto, como son las protestas que cortan el tránsito y nos ponen de mal humor, pero que están expresando reclamos sociales que, salvo excepciones, son genuinos y tienen que ser atendidos; la calle también es un espacio para la celebración, como lo fue en mayo pasado con el Bicentenario y millones de argentinos en las plazas de todo el país; y otras de congoja y demostración política, como lo fue en los funerales de Néstor Kirchner. Qué sorpresas, qué alegrías se generaron en estos meses al encontrarnos todos en las calles y reconocernos como parte de algo, como parte de un mismo espacio público que nos hermanaba y nos daba una identidad.


En todos los casos el espacio público es un escenario de valor político, en el que todas nuestras voces tienen que hacerse oír, en el que tenemos que estar presentes. Es un escenario que hay que defender, como por ejemplo el de la educación pública, en el que también tenemos que estar desde adentro para mejorarla, para cuidarla, para promoverla.


En estos años, de los 90 para acá, muchas veces nos hemos acostumbrado a comprar privilegios, como cuando se paga una cuota cara de un colegio privado, simplemente porque se puede. Pero hay valores que no tienen precio, como la igualdad de oportunidades para todos, tengan el poder adquisitivo que tengan. La igualdad de oportunidades no es algo por lo que tengan que pelear aquéllos que no la tienen: es una condición por la que tenemos que luchar todos, para entender de qué hablamos cuando decimos que queremos vivir en una sociedad más justa y más equitativa.


Recuperemos el espacio en el que podamos ir al Encuentro del otro y al Encuentro de la igualdad de oportunidades; vivamos plenamente el barrio, la esquina, la plaza, el club, la escuela, los espacios en los que nuestros hijos puedan jugar, crecer y educarse, en los que se genere todo tipo de expresiones, donde podamos hablar de política y podamos recuperar el protagonismo para elegir libremente cómo queremos vivir y no resignarnos simplemente a obedecer.