lunes, 28 de diciembre de 2009

¿Quién se atreve a comprometerse?

Muchos de ustedes sabrán de mi participación política en el Nuevo Encuentro, el espacio que lidera Martín Sabbatella; otros tal vez se estén enterando en este acto. Algunos recordarán que esto es algo relativamente nuevo para mí y que comenzó un buen día hace casi un año en que me cansé de escucharme a mí mismo quejarme de todo.

Me quejaba de los que nos gobernaban y de los que se oponían; me quejaba de la injusticia, de la falta de igualdad de oportunidades; me quejaba de los gobernantes que robaban, de los jueces que no investigaban y de la policía que organizaba el crimen. Me quejaba, opinaba, hablaba, en fin: me expresaba… pero no hacía nada al respecto.

Todo cambió el día que (luego de un análisis pormenorizado de las opciones de que disponía) me afilié al Encuentro por la Democracia y la Equidad y me puse a hacer, además de hablar. O por lo menos a tratar de hacer. El cambio de foco fue fundamental, porque por un lado me alivió esa angustia de la que uno se envuelve cuando tiende a ver todo negativo; y por el otro lado me di cuenta que de afuera es muy fácil criticar y encontrarle el pelo al huevo, pero de adentro uno advierte un montón de grises que hablan de una situación compleja que no se arregla con puro voluntarismo.

Nuestra sociedad hoy está más politizada que hace una década, el efecto 2001 dejó algunas huellas y hoy creo que, respecto de la época menemista, es más la gente que se interesa por nuestros problemas, que se informa, que opina, que se involucra. Pero todavía nos falta comprometernos.

¿Saben cuál es la diferencia entre involucrarse y comprometerse? En un omelette de jamón hay dos animales: la gallina, que se involucró con uno o dos huevos, y el chancho, que se comprometió un poco más y puso una pierna. En algunas cuestiones pienso que, como sociedad, estamos dispuestos, a lo sumo, a involucrarnos, a hacer una catarsis en una charla de café o protestando a los gritos cuando nos atienden mal en una oficina de algún servicio público privatizado de esos que tan mal nos atienden a todos.

Somos parte de una sociedad cobarde, que toca bocina en los peajes de la autopista pero paga al llegar a la cabina. Nos rasgamos las vestiduras si nos roban cien pesos o si matan a un vecino (en especial cuando llega el móvil de TN); pero callamos si a diez cuadras de casa una chica de 13 años tiene dos hijos desnutridos o si el mismo vecino, en vez de morir, mata a un chorro.

Hablemos del compromiso, que es lo que hace falta. Pero ¿quién se atreve a comprometerse? Siempre hay un buen motivo para NO hacer las cosas. Cuando uno quiere encontrar una vía de escape nuestra creatividad arrecia con ejemplos y opciones inmejorables que nos disculpan ante el resto. Pero ¿quién nos disculpa ante nuestra propia conciencia?

Está claro que la vida del siglo XXI tiene un ritmo que hace casi imposible sumar cualquier actividad a nuestro desborde cotidiano y todos tenemos “compromisos” con cuestiones que a veces no deseamos, como por ejemplo trabajar horas extras (incluso de esas que no se pagan doble) sólo porque a un jefe déspota se le ocurre. El tiempo nos falta a todos, como el dinero, es sólo para los privilegiados.

Pero cuidado que la falta de tiempo es la principal trampa que nos pone este sistema del que nos quejamos. ¿Estamos tan atrapados que ya no nos queda más remedio que rendirnos? ¿Qué excusa nos pondremos a nosotros mismos cuando debamos aceptar que no pudimos o no supimos encontrar la forma de hacer algo que de verdad nos importe?

Como este que propongo es un diálogo de cada uno con su propia conciencia, pienso que no hay una sino una multiplicidad de respuestas. Pero de algo estoy seguro: así como tenemos derechos como ciudadanos (como por ejemplo el derecho a trabajar horas extras para un jefe déspota que no nos lo reconoce), pienso que no podemos olvidar nuestras responsabilidades.

Y no hablo de armarse en defensa de la patria, que es un deber constitucional del que yo probablemente saldría rajando. Hablo de tomar partido, hablo de acercarse a nuestros problemas, hablo de mirar a la gente a los ojos, hablo de comprometernos de verdad y HACER algo, más allá de quejarnos.

En lo personal, afiliarme a un partido con el que me sentí identificado, tanto en sus principios como en cuanto a la gente con la que me encontré, me ayudó a encontrar algunas respuestas. Pero por supuesto eso fue sólo el comienzo de mi nuevo camino.

Para este 2010, que es un año, pero también una década y un centenario que se renuevan, les deseo a todos mucho compromiso y mucha acción, que si se dan juntos, no tengan dudas, traerán además mucha felicidad.

jueves, 3 de diciembre de 2009

Desconfíe del prójimo

Se dice que "la curiosidad mata al gato". Respecto de las personas, a menudo se escucha hablar del poder asesino de la humedad (en especial en Buenos Aires) y hay un dicho que postula que "la confianza mata al hombre", aunque no establece qué sería lo que les pasa a las mujeres que se confían. Pues bien, yo quiero expresar que, para mí, lo que nos está matando es la desconfianza.

Es sabido que una característica de nuestra sociedad argentina, más aún en la de los que vivimos en la metrópolis, nos lleva a creernos los mejores. Nuestra soberbia recorre el planeta y en todos lados se cuentan chistes de argentinos, siempre con este perfil. En cualquier grupo es muy común la crítica fácil y el chusmerío es un juego que nos divierte y que practicamos casi con pasión.

Aprendimos a identificarnos por la negativa, señalando lo que no somos, desmarcándonos de los diferentes, haciendo a un lado a los débiles, cerrando los ojos ante los que padecen, desviando la vista cuando en un semáforo un pibe de 7 años nos pide una moneda. Nos rasgamos las vestiduras si nos roban cien pesos o si matan a un vecino, pero callamos si a diez cuadras una chica de 13 años tiene dos hijos desnutridos o si el mismo vecino, en vez de morir, mata a un chorro.

Este rasgo, mitad soberbia y mitad hipocresía, mitad desprecio y mitad chantada, mitad ignorancia y mitad ineficiencia, mitad ceguera y mitad autodestrucción, nos atraviesa en todas nuestras expresiones y acentúa casi siempre una mirada negativa, pesimista, escéptica y derrotista, una mirada torcida y desconfiada.

Recuerdo una vieja canción de Leo Maslíah, "Cerrajería", originada en el primer oficio de este artista uruguayo. La letra decía algo así como:

Desconfíe del prójimo,
coloque en la puerta de su casa
una buena cerradura de seguridad.
No se pase de bueno, no.
Convénzace de que la gente nunca tiene
tanta honestidad como la tiene usted.
Dése cuenta, qué bárbaro
poder estar en su casa tan tranquilo
con la plena convicción casi religiosa
de que nadie podrá penetrar en su domicilio
sin que usted lo haya invitado.
Desconfíe del prójimo.
Coloque en la puerta de su casa
unas cuantas cerraduras de seguridad.

La canción, escrita a principios de los años 80, presagiaba ácidamente el fenómeno de la "inseguridad" que enloquece a la gente, aunque en la Argentina siga siendo mucho más probable morir de hambre, de enfermedades prevenibles o víctima de una imprudencia vehicular que asesinado por un pibe chorro.

Y así parece que somos, desconfiados. Otro dicho dice que el que se quemó con leche ve una vaca y llora. Será que estamos quemados, el asunto es que nos la pasamos llorando.

¿Y qué hacemos con la desconfianza, hacemos algo para corregirla, para transformarla? En general no confiamos mucho en que se pueda hacer algo al respecto.

¿Cómo se traslada esta característica a la política? Por empezar, de manera negativa, si pensamos que el hecho de delegar poderes a través del voto es un acto de confianza. Y de ahí seguramente que nuestra economía siempre esté caminando por la cornisa, cuando sin confianza no hay crédito, no hay esperanza, ni futuro.

Hace años que el poder se construye más por la fuerza que por medio de la confianza. Nos hemos acostumbrado a que acá se gobierna más por la acumulación de fuerzas que buscan un refugio (o un arreglo) que por la reunión de actores que ofrecen su aporte y se suman debido a sus propias coincidencias.

La reciente llegada al Congreso de los nuevos legisladores electos el 28 de junio generó varias escenas de desconfianza que terminaron por romper y dividir a distintos sectores de centroizquierda. El saldo aún es prematuro, pero está claro que hay algunas heridas que tardarán en cicatrizar.

Depende de qué partidos y qué legisladores se considere, las cuentas pueden variar, pero hay más de 20 diputados en la Cámara que con gusto se autoincluirían dentro de esta definición. Sin ir más lejos, fueron 25 los diputados cuyos partidos coincidieron hace tres meses en forzar muchas modificaciones en el proyecto de Ley de Medios que hicieron la versión finalmente promulgada tuviera mucha más legitimidad y consenso.

Sin embargo ahora, a la hora ver cómo se repartían los cargos y la integración de las comisiones con la nueva composición de las cámaras, estos mismos legisladores no pudieron sumarse. Se restaron. Para peor en un contexto en el que ningún partido tiene mayoría y en el que la búsqueda de consensos será la clave para llevar adelante cualquier inciativa.

La alineación a favor o en contra del gobierno, concretamente de los Kirchner, fue un catalizador que generó reacciones muy diversas. Por un lado Martín Sabbatella, por el otro Pino Solanas; los socialistas haciendo rancho aparte; los dirigentes de Solidaridad e Igualdad también divididos, por un lado la Solidaridad y por el otro la Igualdad. Las diputadas de Libres del Sur, que hace dos años eran kirchneristas y hace cinco meses estaban con Sabbatella en el Nuevo Encuentro, ahora se apartan para mostrar su independencia opositora.

No hay ni qué agregar, queda poca confianza en este espacio, todos se están mirando de reojo, orejeando los naipes y especulando cuál será el próximo paso de los demás, como si estos fueran los verdaderos adversarios a los que hay que oponerse. Mientras tanto la derecha se reorganiza rápidamente y se frota las manos para recuperar el tiempo y el terreno perdidos.

No es objeto de este escrito juzgar quién a mi juicio actuó bien o mal. Se trata de la confianza, se trata de construir y no destruir, se trata de pensar a largo plazo y no especulando con las próximas elecciones, se trata de trabajar con coherencia y no relojeando qué mide y qué no, o de ver qué artilugio marketinero nos puede levantar, o pergeñar qué acuerdo trasnochado nos puede dejar más cerca del fogoncito del poder.

Si no contenemos nuestra propia compulsión a la desconfianza y al chisme ácido, ya podemos proponer el nombre para rebautizar a este espacio político como el Nuevo Desencuentro. Ya está, no lo contuve, qué lo parió...